domingo, 27 de marzo de 2011

Fogwill, el hombre que nada

Por  Marcelo Bianchi
Revista Emeequis


Un jurado integrado por Juan Villoro, Julio Villanueva Chang y Juan Pablo meneses eligió esta crónica como la ganadora del premio Las Nuevas Plumas, al que convocaron la Universidad de Guadalajara y la escuela de Periodismo Portátil, con el apoyo de seis publicaciones latinoamericanas, entre ellas Emeequis. En 2007 el cronista conoció a Fogwill en una piscina. Dos años después, lo encontró en un bar y empezó a escribir esta historia. Fogwill, el último escritor maldito de argentina, murió unos meses antes de que se anunciara este premio, justo el día del cumpleaños del autor de este texto.



El viejo nada despacio. Boca arriba. Lento. Muy lento. Mueve el brazo derecho, las piernas apenas. Mueve el brazo izquierdo. La alberca está casi vacía. En el segundo andarivel, solos: el viejo y yo. Él, con su parsimonia. Traje de baño negro, gogles oscuros, bigote finito y canoso. Lo conozco. De algún lado lo conozco. Lo paso por el costado. Llego al borde de la alberca, giro en el lugar, empujo con los pies. Son más de las nueve de la noche de un día de semana. Bajo los violentos reflectores del histórico club Almagro, me lo cruzo de vuelta. Cambio el ritmo: busco coincidir en los descansos de ese hombre que nada y no avanza. Trato de confirmar si la cara es la misma que aparece en la solapa del libro Restos diurnos. Foto en blanco y negro. Varios años menos. Ahora el hombre que nada descansa. Está apoyado en la pared del sector menos profundo de la alberca. Se saca los gogles. Olor a cloro. Agitado, el viejo resopla con fuerza. Murmura.
–Disculpe. ¿Dijo algo? –pregunto.
–No. Hablaba solo.
–¿Usted es Fogwill?
–Sí. Por eso hablo solo.

°oO

Dos años y dos meses después de nuestro encuentro casual en la alberca, vuelvo a ver a Fogwill en el comedor de su casa de Palermo. El hombre que nada tiene casi 70 años. Lo trato de usted. Nadie le dice señor. Fogwill es ya una marca. Su marca. El apellido le arrebató casi por completo el nombre. En Argentina, si uno habla de literatura, dice “Fogwill” sin antecederlo por Rodolfo Enrique. Casi nadie recuerda su nombre de pila. De algún modo, él promovió este olvido a los 44 años, días antes de publicar su séptimo libro, Pájaros de la cabeza, cuando vio la futura portada y decidió por una cuestión estética, de diseño gráfico, truncar su firma.
Desde entonces fue sólo Fogwill. Para ello, este escritor y publicista creó un personaje del que pocas veces quiso escapar. Un personaje procaz, sincero, hipersexual, polémico. Egocéntrico, aunque a veces perdedor. Despiadado pero tierno en ocasiones. “Cada escritor tiene su máscara y arma su pose. Mi pose es ésta: yo siempre aspiro a mentir con la verdad. Engañar de que valgo la pena diciendo que no valgo la pena”, dice sentado en una silla de diseño.
En el piso, a su alrededor, hay diarios, ropa, un telescopio, discos, botellas vacías y libros. De fondo, suena una ópera en alemán. A un costado, un asiento ergonómico, que es una especie de tabla sin respaldo. Delante de este asiento, la computadora. El monitor cubierto de polvo y manchas pegajosas. Junto al teclado, un par de calcetas. El de Fogwill es un departamento de soltero, decorado con uno, dos, tres helechos.
Su pose, entonces: un escritor que repite ser malo aunque se sabe entre los mejores.

Digresión: en Argentina, casi nadie tiene la menor idea de quién es Fogwill. A pesar de que ganó el Premio Nacional de Literatura, de que publicó libros en casi todos los géneros –novelas, cuentos, ensayos, poemas–; de que fue traducido al francés, alemán, croata y mandarín, Fogwill sólo es popular en los círculos intelectuales. Más allá de lo prolífico del autor, salvo contadas excepciones y libros reeditados como el de sus cuentos completos, si uno va a una librería argentina y pide por Fogwill lo más probable es que no encuentre nada.

Además de ser un escritor de culto, Fogwill es, sin referirse a un estado de cansancio ni a una ausencia de ideas, un escritor agotado. El hombre que nada es lo que suele conocerse como un “escritor de culto”. ¿Qué es un escritor de culto? No tiene la menor idea. Cree que, quizá, los que así lo califican, entiendan por ese concepto a un escritor que vende poco y se admira mucho. A uno que tiene escasos lectores, pero que compran todos sus libros.

Tal vez, a uno que era un chico, como todos los chicos. Un chico consentido, “no con sentido, sino consentido”, el hijo único, que escribió su primer poema a los ocho años: “A Nuestra Señora de Fátima en la Entronización de Su Imagen Divina en la Iglesia de la Inmaculada Concepción de Quilmes”. Y en el comedor de su casa de soltero, Fogwill sigue diciendo de sí mismo: “el que produjo esta mierda que soy ahora, que se permite todos los vicios; el tabaco y el chicle, por ejemplo”. Sin embargo, Fogwill trata de eludir cualquier referencia a su niñez. Prefiere hablar de otra cosa.
En el año en que Argentina fue sede del mundial de futbol, durante la dictadura de Videla, Fogwill, que por entonces dirigía una agencia de publicidad, editó su primer libro: los poemas de El efecto de realidad. Un año después con Mis muertos punk ganó el premio Coca Cola que, además de plata, incluía la publicación del libro. Sin embargo, cuenta que, después de cobrar el cheque y sorprendiendo a los editores, se sentó a negociar. “Les dije: ‘Este libro vale tanto’. Ellos querían publicarlo gratis, así que decidí no cumplir las condiciones del premio, y listo”. Fogwill, su propio personaje, empezó a hacerse conocido.
Cuatro años después, durante 72 horas sin dormir, con 12 gramos de cocaína encima, Fogwill escribió una novela –Los pichiciegos– que figura en los programas de letras de todas las universidades del país. La historia transcurre en las Islas Malvinas durante la guerra entre Argentina y Reino Unido, y retrata de forma casi premonitoria (la escribió en simultáneo con el conflicto) el clima que se vivía en el frente de batalla.

 El miedo: el miedo no es igual. El miedo cambia. Hay miedos y miedos. Una cosa es el miedo a algo –a una patrulla que te puede cruzar, a una bala perdida–, y otra distinta es el miedo de siempre, que está ahí, atrás de todo. El miedo a algo, y el miedo al miedo, ese que siempre llevás y que nunca vas a poder sacarte desde el momento en que empezó.

Su consejo: escribir como se debe. No reprimirse. Saber contar lo que no se reprime y atreverse a llegar hasta el final, sin que importe lo que digan el portero, la novia, la vieja, los amigos o el tipo que nos pasa los tomates.
Hay quienes lo consideran el mejor escritor argentino vivo. En ningún momento, aunque escriba en prosa, Fogwill deja de ser un poeta. Es un placer leer en voz alta sus textos aliterados, cacofónicos, polisémicos. Después de escuchar Sobre el arte de la novela, Jorge Luis Borges lo definió como un maestro de la elipsis. “Los que le leyeron el relato, saltearon las partes pornográficas –minimiza Fogwill–. La verdad es que era un texto repugnante”.
Un amigo dice que el escritor se ocupa, con sorprendente dedicación, de que cada uno de nosotros podamos vivir nuestra propia “experiencia Fogwill” para luego tener que contarla. No es poco común que al volver de una entrevista con él, cualquier cronista encuentre en su casilla de correo un e-mail con comentarios o pensamientos sobre algún tema de la nota. Un fotógrafo dice que a las semanas de un encuentro con él, Fogwill lo llamó exaltado. Necesitaba, ya, una cámara prestada: su vecina se estaba cambiando. La desnudez era inminente.
Un dato que Fogwill se encarga de repetir en cada una de sus entrevistas es que siempre evitó vivir de la literatura. “Quien depende del mercado está definitivamente perdido”, me dice en su casa, sentado en su moderna silla, después de desperezarse. Él pudo conseguirlo gracias a lo que llama sus oficios. Se recibió de sociólogo y a partir de ese momento trabajó, y aún lo hace, en marketing, creación de productos, relevamiento de marcas y hábitos de consumo. “En idear estrategias para llevar a los mercados hacia el interés moralmente supremo de quien me paga”. De allí, de esa profesión, saca la plata para vivir. “Tengo un nivel de ingreso igual que un mediocre escritor de best sellers, tipos que ganan el premio Alfaguara o el premio Planeta y los traducen a 10 idiomas”. Para vivir como vive, no necesita vender miles de libros, acumular premios importantes, ser conocido en todo el mundo. Con ser Fogwill le alcanza.
Cuando ganó la beca Guggenheim, usó la plata del premio para cambiar el auto y comprarles computadoras a sus hijos. “Agarré la guita y la rrrrrrrreventé”, casi grita, y abre enormes los ojos aceitunados. “Si hoy me dan otra, la reviento igual. Uno hace un proyecto y lo tiene que cumplir. Pero si no lo cumple, no lo van a retar. No hay que rendirle cuentas a nadie”. El proyecto que Fogwill presentó para ganarla fue la renovación de su página web (“un trabajo que se podía hacer en un día”) y la corrección de dos libros: “Que después publiqué con un cartelito que decía: corregidos con la beca”. Pelo grisáceo, mirada profunda, bigote prolijo, Fogwill, el hombre que nada, se pregunta: “¿Qué otra cosa iba a hacer?”. Cuando habla, se apasiona: gesticula, enfatiza sus palabras, mueve las cejas histriónico.
El escritor, que admite su pose de engañar que vale la pena diciendo que no vale la pena, me dice que de toda su producción sólo rescata dos o tres poemas buenos. “En un país donde debe haber miles y miles de poetas publicando, ser uno de los 10 que publica cobrando ya es un logro”. Hay tres o cuatro poemas que, sabe, no va a poder superar en lo que le queda de vida. Versiones sobre el mar, Antes de los monstruitos y Tras el cristal de la pistola de acuario. “Es una cagadita, pero bueno, es lo que pude –dice Fogwill–. Yo no sé si Borges, al cabo de su vida, pudo estar satisfecho con cinco poemas de él. De él, que sabía leer, ¿no? Por ahí la culpa es mía y me sobrevaloro por tener una deficiente lectura. Él leía mejor que yo, pero yo veo mejor que él. Por ahora”, me sonríe con malicia.
Sí: Fogwill no está ciego.
Y no está muerto.
°oO

Meses después de la guerra de Malvinas, el hombre que nada se enteró de que un amigo suyo, hijo de un capitán de marina mercante, estaba preso. Buscó poemas que se refirieran al mar. Los coleccionó y se los fue mandando por carta, uno a uno. Baudelaire, Mallarmé, Valéry, entre otros. Cientos de cartas. Cientos de poemas que, según dice, se transformaron, luego, en el origen de su poema Versiones sobre el mar. Compactación de todo lo que había leído y sentido, puesto al servicio de una ideología.

El mismo mar nos pierde; nos encuentra y nos pierde. Tema de las olas: se arman, desobedecen, las crea el viento —¿su amor?— y se derrumban para volver a armarse con restos de olas anteriores, idénticas. Historia de amor: la planicie del mar, el viento que la oprime, y todo se levanta para perderse. Y todo tiende a disolverse contra una línea de aguas eternas y sol dilapidado llamada mar. Mar: abundancia de sinsentido humano.
(Fragmentos del poema Versiones sobre el mar)

°oO

Dos años y cuatro días después del primer encuentro, el hombre que nada lleva algo más que el traje de baño negro que tenía en la alberca, aunque sigue respirando con dificultad, como si durante la última media hora hubiera nadado sin detenerse. Estamos en un bar del barrio de Palermo. Antes, Fogwill había ido a la pescadería. Pidió nueve filetes de merluza, pidió pan y, luego de piropear a la vendedora, también pidió si no le podían guardar un rato la compra. Cuando la mujer le preguntó un nombre para escribir sobre el envoltorio de papel, Fogwill dijo “Quique”. Luego, cruzó la calle hacia la verdulería, compró dos tomates grandes, una cabeza de ajo, dos plantas de lechuga, cuatro plátanos y un kilo de naranjas para jugo que, según comentó el empleado del lugar, estarían muy sabrosas. Al igual que en el local anterior, el escritor, consciente de lo incómodo de sostener los paquetes durante el transcurso de nuestra conversación, pidió si le podrían cuidar un rato más su bolsita con frutas y verduras.
–Tengo que salir con una chica –mintió.

Dos veces por semana, Fogwill, que como buen soltero cocina lo que come, hace asado. Una vez por semana, pescado; todos los días: fideos. Al mediodía y a la noche. No se cansa de las pastas. Sin embargo, en este bar de Palermo, lejos de pensar en el menú de la cena, a lo largo de nuestra conversación que durará cerca de dos horas, Fogwill interrumpirá sus dichos para comentar las piernas de la mujer que acaba de pasar. Me indicará que observe a aquella increíble adolescente de la esquina o se quedará callado con la mirada fija en una colegiala junto al semáforo como si mentalmente quisiera sumergirse debajo de la falda a cuadros.
Pero eso será más adelante: ahora mismo me dice que nunca decidió ser escritor. Que habría preferido ser rico, pero intentó y no le salió y que cuando acumuló un poco de obra lo calificaron de escritor. A los 25 años escribía 12 horas por día. Informes, campañas de publicidad, guiones de cine y discursos políticos. Luego, siguió con poesía y ficción. Una de las claves para poder escribir bien, dice, es poder mentirse y mentir a los otros.
–Hay gente que escribe pero no puede desdoblarse. No puede producir una voz que no sea la suya. Escribir no es un acto de habla natural, sino un acto de simulación –dice y quita la mano para que el mozo apoye el cortado y el café con leche sobre la mesa–. Si no tenés un personaje, no podés escribir. Porque lo hacés en un registro monocorde y no sería tolerable. En la actuación es igual.
Y Fogwill tiene su personaje. Un personaje que desaparece cuando el escritor habla de literatura. Allí, se pone serio, fija la vista, mueve la taza del café, medita unos segundos y, sólo entonces, opina. Como si durante esos instantes toda su libido estuviese puesta en eso que rodea al hecho literario. Basta que su interlocutor deje de mirarlo o se distraiga un momento para que él vuelva y suelte una frase que hace que uno, inevitablemente, ría a carcajadas.
A pesar de que disfruta escribiendo, “como disfrutaría diseñando autos”, Fogwill piensa que la de los escritores es una carrera de fracaso. “Miremos el siglo XX, tomemos a 10 que nos parezcan los mejores. Pensá dónde terminaron Vargas Llosa y García Marketing, por ejemplo. Vargas Llosa está en la plenitud de sus facultades pero no le salen libros como antes. Y él escribió aquellos libros –hablo de La ciudad y los perros o Conversación en la catedral, que eran realmente obras maestras– creyendo que siempre iba a ser tan innovador, tan ge- nial. Nadie lo es. Uno agota su fuente. Cuanto más triunfa un escritor, más fracasa en tanto productor de sí mismo”.
Es su propia derrota, asumida, pero transformada en herramienta de promoción. Fogwill no va a hacer una obra maestra. Lo acepta. Ni quiere.
Lo sabe: ya las hizo.
°oO

Si bien Fogwill tuvo épocas de introspección (durante 12 años no dio entrevistas porque le daba asco el sistema de medios), alguna vez se definió como “una máquina de hacerse prensa”. Siempre que puede, y puede bastante, lanza un comentario provocador, una chicana, un desafío a ver si alguien levanta el guante y se produce un debate que lo coloque en el centro de la escena o, al menos, en la columna de algún suplemento cultural. Fogwill es su propio personaje. “Aplico el carácter teatral en todo lo que es la participación del artista (el escritor en mi caso) en la comunicación”, me dice antes de darle un sorbo a su cortado. Con su estrategia, dice aprovechar una época en la que la comunicación se subordina al consumo, al intercambio económico. “En el caso de los imbéciles, los efectos de esta subordinación producen mucha más hipocresía. Porque hay escritores que se creen importantes por viajar, por ganar una beca o ser jurados de un concurso”. A corto plazo, dice el escritor, esto rinde muchos beneficios. “Pero, como alguien decía en un blog: son gente que se cree arriba de un caballo, sin darse cuenta de que está sentada sobre un pony con sueño”. Fogwill habla con ternura, piensa unos segundos, repite: sobre un pony con sueño. Y sonríe.
Fogwill lee blogs. Y no sólo eso. Tiene un ejercicio matutino que consiste en entrar a internet, ir a la página de Google, teclear su apellido y verificar el número de menciones. Después, abre los links que cree interesantes. Hoy Fogwill aparece unas 60 veces. “Es muchísimo”, dice sin ganas. En ocasiones contesta, pero no siempre. Solamente cuando le entran ganas de burlarse de los que lo nombraron.

°oO

–Disculpe. ¿Me dijo algo?
–No. Hablaba solo.
–¿Usted es Fogwill?
–Sí. Por eso hablo solo.

Fogwill se sumerge y nada, lento, hacia el otro extremo de la alberca.
Al rato, ambos descansamos en la parte menos profunda.
–¿Comiste un caramelo rojo? –dice.
–¿Eh? –No importa...
–Comí un caramelo de fresa –digo, sin entender cómo se habrá dado cuenta.
–En el aire hay olor a acidulante de fresa, o de frambuesa –me dice–. Debe ser tu transpiración. Fogwill se sumerge de nuevo. Nada unos largos y sale de la alberca. Vuelvo a encontrarlo en el vestuario. El hombre que nada canta a gritos una ópera en italiano. Un calvo que se seca con una toalla rosa lo mira con desconfianza. Hay olor a encierro, a cloro, a humedad. Ruido del agua de las duchas. El tipo que guarda los bolsos detrás de un mostrador lo ignora. Seguro debe conocerlo. Fogwill me ve y comienza el soliloquio.
–Estaba pensando en algo que me hiciste acordar. Por lo de los olores. El otro día me estaba cogiendo una mina. Una flaca, azafata. Le estaba chupando la concha.
El calvo de la toalla rosa nos mira. El que guarda los bolsos, ahora, también presta atención aunque discreto, haciéndose el que no escucha.
–En un momento, en medio del acto, le pregunto: ¿Comiste cilantro? La piba no entendía nada. No sabía qué era el cilantro. Me dice que no había cenado. Que por ir y venir, por los viajes, sólo había estado picando boludeces. Vos sabés lo que es el cilantro, ¿no?
Fogwill no espera mi respuesta.
Empiezo a reírme, y el calvo de la toalla rosa también se ríe, y el tipo que guarda los bolsos detrás del mostrador no puede disimular la sonrisa.
Fogwill, en estado puro.
–¿Ves? Yo a una mina le chupo la concha y puedo decirte qué comió el día anterior. Ahora el hombre que nada se ríe a carcajadas. Días después, releo su cuento La chica de tul de la mesa de enfrente y descubro los personajes, el hincapié en los olores. El fragmento:

Beso largo. Tierno y sensual, sabor a pepinos, café, torta de ciruela. Su perfume era delicado: fue necesario el beso para percibirlo a fondo. Y todavía lo recuerdo.

°oO

Sentado en la silla del bar Delicity, junto a la ventana que da a la calle, Fogwill respira por la boca. Da grandes bocanadas, igual que los peces cuando los sacan del agua. En el bolsillo derecho del pantalón lleva un broncodilatador. Tiene un enfisema pulmonar y, por eso, respira con dificultad. Por eso, también, necesita nadar dos kilómetros por día. Setenta y dos horas sin ir a la alberca le destrozan el sistema respiratorio. Si no va, dice, hasta pierde el olfato.
En el gimnasio, el hombre que nada prefiere caminar en la cinta. Para no aburrirse lleva el iPod, y mientras hace ejercicio escucha poemas. De Eliot, Pessoa y de Borges leídos por él mismo. Y los sonetos de Shakespeare. Al nadar, Fogwill se concentra en el sonido del agua. Escucha y se da cuenta de si está salpicando. Su objetivo es hacer el largo en 18 brazadas. A veces no puede. Suele haber dos causas: le falta el aire o no le responde el corazón.
El corazón no es lo único que a veces falla. Con la edad, Fogwill también perdió la memoria espacial de corto plazo. Si está sentado frente a una mesa y pone el salero a la derecha y, luego cierra los ojos y quiere agarrarlo, estira la mano hacia la izquierda. “El adelante se vuelve atrás. La derecha se vuelve izquierda. Es degradación neurológica”, dice. Y, serio, no descarta que la nicotina y la droga hayan lesionado esa zona.
Fogwill se arrepiente de algunas cosas. Por ejemplo, del tabaquismo. También de las horas perdidas. “Si pudiera volver atrás, ni probaría la cocaína. Pero, quién sabe, no sería tal como soy, así que por las dudas no voy a volver para atrás”. Fogwill, quizá, producto de las drogas. Fogwill, sobre todo, producto de sí mismo.
Durante los años previos y la dictadura militar, la cocaína fue su anestesia para escapar al horror. Fogwill había sido trotskista y temía que lo hicieran desaparecer. Durante meses, los militares tuvieron secuestrado a un vecino suyo a quien confundieron con él. “Vivía como anestesiado. Y además, la droga fue un estimulante para la hiperactividad que tenía: gastaba miles de dólares mensuales en viajes de trabajo”. Lo dice con la voz neutra, como si todo esto le hubiese sucedido a otra persona.
En ese estado, Fogwill escribía. Tiene textos, relatos, pedazos de novelas redactados bajo los efectos de la droga que, me dice, son más o menos iguales a los que producía sobrio. “Lo que pasa es que con la cocaína yo podía estar 48 horas sin dormir. Durante ese tiempo uno conserva la memoria del espacio en el que está concentrado y no le importa absolutamente nada”. Fogwill se refiere a permanecer a salvo de los peligros de afuera, como el teléfono y lo demás. Y a esa acumulación de concentración que, según él, puede ser muy útil, aunque a veces también puede llevarlo a uno a perder el sentido crítico.
Ahora al hombre que nada le cuesta concentrarse. Nunca tiene más de una hora y media para escribir. Por los horarios del club, los horarios del trabajo, los de la cocina, los de sus hijos: tiene cinco cuyas edades van de los 10 a los 40 años. No es igual la relación con los más chicos, que se la pasan sacándole plata, que con el mayor, que es rico, y al que, según Fogwill, él le saca plata.
A pesar de sus problemas físicos, Fogwill no le tiene miedo a la muerte: a su muerte. Me explica lo que se siente durante un broncoespasmo. Simula: abre grande los ojos y la boca. Deja de respirar. Se le empieza a enrojecer la cara y me dice en voz baja: “El aire se vuelve vidrio. Lo sentís como sólido. No entra ni sale. Cualquier intento por hacer fuerza con los brazos o piernas, cualquier consumo de energía, incluso el angustiarte, te aumenta el ritmo cardíaco a una velocidad impresionante. Sentís que te vas a morir”. Le pasa dos o tres veces por año. La única solución sería un transplante de pulmón. Pero no es su estilo. “No soportaría un cadáver adentro. Ni el de Eva Perón. Ni el de una chica de 14 años en la cama entibiada –dice con mirada cómplice–. No. Cadáveres no. Por una cuestión ética”. El hombre que nada se pone serio.
–Si aceptamos los trasplantes, vamos a terminar aceptando los trasplantes involuntarios. Elegir el tipo justo para tener su corazón, sus pulmones o su hígado.
–¿Usted moriría por ética?
–Creo que sí. Sí. “La ética es la estética del porvenir”, decía Lenin.
Se queda pensando unos segundos. Luego, sonríe, señala a una adolescente rubia que, en la esquina, está por cruzar la calle y dice:
–Estética. Eso es estética.

°oO

Un viernes a la noche, dos años y cinco meses después de nuestro encuentro, entro a la alberca: Fogwill sumergido en el segundo andarivel. Estilo mariposa. Amplia brazada, inmersión. Amplia brazada. Lleva gogles. El traje de baño negro. Debe estar concentrado en si salpica al sumergirse, en el sonido del agua. El escritor que se oye sumergido, el que pierde el aliento cuando nada, como si recrease el poema de Héctor Viel Témperley, uno de sus preferidos, una y otra vez, con sus brazadas.

Soy el nadador, Señor, soy el hombre que nada. Tuyo es mi cuerpo, que hasta en las más bajas aguas de los arroyos se sostiene vibrante,
como en medio del aire.
(...)
Soy el nadador, Señor, sólo el hombre que nada. Gracias doy a tus aguas porque en ellas mis brazos todavía hacen ruido de alas.

El hombre que nada, tratando de conseguir aire, resoplaba.
Fue la última vez que lo vi.

Un secreto esencial


Por Javier Cercas
El País de España, 11/03/1999


Acaban de cumplirse 60 años de la muerte de Antonio Machado, en las postrimerías de la guerra civil. De todas las historias de aquella historia, sin duda la de Machado es una de las más tristes, porque termina mal. Se ha contado muchas veces. Procedente de Valencia, Machado llegó a Barcelona en abril de 1938, en compañía de su madre y de su hermano José, y se alojó primero en el hotel Majestic y luego en la Torre de Castañer, un viejo palacete situado en el paseo de Sant Gervasi. Allí siguió haciendo lo mismo que había hecho desde el principio de la guerra: defender con sus escritos al Gobierno legítimo de la República. Estaba viejo, fatigado y enfermo, y ya no creía en la derrota de Franco; escribió: "Esto es el final; cualquier día caerá Barcelona. Para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo está claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro... Quizá la hemos ganado". Quién sabe si acertó en esto último; sin duda lo hizo en lo primero. La noche del 22 de enero, cuatro días antes de que las tropas de Franco tomaran Barcelona, Machado y su familia partían en un convoy hacia la frontera francesa. En ese éxodo alucinado los acompañaban otros escritores, entre ellos Corpus Barga y Carles Riba. Hicieron paradas en Cervià de Ter y en Mas Faixat, cerca de Figueres. Por fin, la noche del 27, después de caminar 600 metros bajo la lluvia, cruzaron la frontera. Se habían visto obligados a abandonar sus maletas; no tenían dinero. Gracias a la ayuda de Corpus Barga, consiguieron llegar a Colliure e instalarse en el hotel Bougnol Quintana. Menos de un mes más tarde moría el poeta; su madre le sobrevivió tres días. En el bolsillo del gabán de Antonio, su hermano José halló unas notas; una de ellas era un verso, quizá el primer verso de su último poema: "Estos días azules y este sol de la infancia". La historia no acaba aquí. Poco después de la muerte de Antonio, su hermano el poeta Manuel Machado, quien vivía en Burgos, se enteró del hecho por la prensa extranjera. Manuel y Antonio no sólo eran hermanos: eran íntimos. A Manuel la sublevación del 18 de julio le sorprendió en Burgos, zona rebelde; a Antonio, en Madrid, zona republicana. Es razonable suponer que, de haber estado en Madrid ese día, Manuel hubiera sido fiel a la República; tal vez sea ocioso preguntarse qué hubiera ocurrido si Antonio llega a estar en Burgos. Lo cierto es que, apenas conoció la noticia de la muerte de su hermano, Manuel se hizo con un salvoconducto y, tras viajar durante días por una España calcinada, llegó a Colliure. En el hotel supo que también su madre había fallecido. Fue al cementerio. Allí, ante la tumba de su madre y de su hermano muerto, se encontró con su hermano José. Hablaron. Dos días más tarde Manuel regresó a Burgos. Pero la historia -por lo menos la historia que hoy quiero contar- tampoco acaba aquí. Más o menos al mismo tiempo que Machado moría en Colliure, fusilaban a Rafael Sánchez Mazas junto al santuario del Collell. Sánchez Mazas fue un buen escritor; también fue amigo de José Antonio, y uno de los fundadores e ideólogos de la Falange. Su peripecia en la guerra está rodeada de misterio. Hace unos años, su hijo, Rafael Sánchez Ferlosio, me contó su versión. Ignoro si se ajusta a la verdad de los hechos; yo la cuento como él me la contó. Atrapado en el Madrid republicano por la sublevación militar, Sánchez Mazas se refugió en la embajada de Chile. Allí pasó gran parte de la guerra; hacia el final trató de escapar camuflado en un camión, pero le detuvieron en Barcelona y, cuando las tropas de Franco llegaban a la ciudad, se lo llevaron camino de la frontera. No lejos de ésta se produjo el fusilamiento; las balas, sin embargo, sólo lo rozaron, y él aprovechó la confusión y corrió a esconderse en el bosque. Desde allí oía las voces de los milicianos, acosándole. Uno de ellos lo descubrió por fin. Le miró a los ojos. Luego gritó a sus compañeros: "¡Por aquí no hay nadie!". Dio media vuelta y se fue. "De todas las historias de la Historia/", escribió Jaime Gil, "sin duda la más triste es la de España/, porque termina mal". ¿Termina mal? Nunca sabremos quién fue aquel miliciano que salvó la vida de Sánchez Mazas, ni qué es lo que pasó por su mente cuando le miró a los ojos; nunca sabremos qué se dijeron José y Manuel Machado ante la tumba de su hermano Antonio y de su madre. No sé por qué, pero a veces me digo que, si consiguiéramos desvelar uno de esos dos secretos paralelos, quizá rozaríamos también un secreto mucho más esencial.
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